miércoles, 12 de febrero de 2020

Ida Vitale, profundamente pájaro

NOTICIAS DE URUGUAY - GENTE

Aprendió de su tía Ida el nombre científico de las plantas y animales. De sus tres años estudiando Derecho adquirió la conciencia del límite y la función de la palabra. Hablamos en Cartagena con la poeta uruguaya, ganadora del Premio Cervantes 2018, y de esa conversación resultaron estos cuatro recuerdos.

De nombres y pájaros

Mi fascinación con los pájaros y los animales es algo heredado. En mi familia había una tía que yo no conocí; murió muy joven. Se llamaba Ida. Cuando murió, todos sus hermanos —mi abuela tuvo 14 hijos y solo tres eran mujeres; los demás eran varones— les pusieron a sus hijas Ida. Somos varias primas que somos Ida algo.

Esa tía era una mezcla muy rara. Fue a Buenos Aires a estudiar como maestra de sordomudos y, a la vez, botánica. ¡Era bichóloga! Esa es la parte que yo heredé; de los sordomudos, nada. Cuando crecí, me dieron el cuarto de esa tía con su biblioteca. En ella había de todo. Aparte de Julio Verne, que se leía mucho en esa época, había muchos libros de Favre, un señor que escribía sobre bichos, que analizaba la conducta del pájaro y de otros animales. Era una lectura muy amena.

Lo de Favre fue una cosa que leí mucho de niña, no como una obligación de escuela, sino porque era muy divertido. Además, mi abuela, después de que murió la tía Ida, que era la niña de sus ojos, nombraba todas las plantas y animales como las nombraba científicamente ella. Así que yo, en una época, para nombrar plantas y animales usaba sus nombres científicos. ¡Todos me miraban como a un bicho raro porque hablaba en un argot que nadie conocía! Pero yo no tenía conciencia de que eso fuera una cosa anormal. Después, con el tiempo, me daba cuenta de que me miraban, de que parecía una presunción, ¡como que viniera alguien y te hablara en latín! Pero sí, esas cosas que recibís en la infancia te quedan.

Para mí era absolutamente natural porque no se me ocurría que una plantita, un helecho, pudiera tener otro nombre que no fuera ese nombre que me había enseñado mi tía. Me miraban siempre como: “Y esta, ¿de dónde salió?”. Una vez una maestra me dijo: “Te voy a dar una tarea: te tenés que poner con un diccionario a traducirme todas esas palabras”. Entonces, yo iba y le preguntaba a mi abuela: “Bueno, pero a fin de cuentas, aquí en casa, ¿cómo le llamaríamos a eso?”. Eso me despertó el interés por las aves y sus nombres. Fue una cosa natural: si hubiera tenido un parente turco, seguro me hubiera puesto a hablar en turco.

Pero lo de mi tía no era solo un conocimiento bibliográfico o del lenguaje de esas plantas y animales. Esta tía estaba siempre en contacto con el jardín de la casa. Era, además, secretaria del Jardín Botánico, y de ahí traía semillitas. En estos días hablaba justamente con mis amigas de cuando yo era chica y había una plantita que era muy común, que sacaba un gajo. La casa estaba llena de macetitas de eso. Se llamaba “brusco”. Era una hojita así, de este tamaño, muy durita, verde, y en el medio de la hoja salía la flor. No conozco otro caso: la flor era una cosita chiquitita, minúscula, blanca y negra, con los pistilos negros, pero que crecía en la mitad de la hoja. Nunca tuve la precaución de guardar un gajo, pero se ve que era fácil de reproducir porque había muchos.

Esas cosas te van quedando. De eso me quedó una conciencia de que el lenguaje puede ser dos. Después aprendí que, además de ese lenguaje codificado, había un lenguaje doméstico. Mi abuela me decía: “Bueno, pero esas cosas no las uses fuera de casa”, como quien dice: “Ese vestido es para la casa, no para salir”. Pero son cosas que uno analiza después de que pasa el tiempo. Las primeras eran unas primas que eran de afuera y estaban fuera de ese mundo, y también me decían: “Bueno, ¡no te hagas la china!”. Pero la infancia queda y uno aprende que hay lenguajes que son del mundo privativo de uno y que con ellos también se puede escribir.

De la lectura

En mi casa, como en todas las casas, leía los libros horribles que a uno le meten en la escuela. Los poemitas que te enseñan ahí son igual de horribles. Pero un día —siempre vuelvo a eso porque realmente para mí es el comienzo de la conciencia de que existía una cosa que era la poesía y que tenía sus reglas— me enseñaron un poemita de Gabriela Mistral. Ella es muy clara, pero aunque no hay ninguna palabra rara, yo sentí una extrañeza:

La hora de la tarde, la que pone
su sangre era las montañas.
Alguien en esta hora está sufriendo;
una pierde, angustiada,
en este atardecer el solo pecho
contra el cual estrechaba...

El “una”, el “solo pecho”... Había en él toda una cantidad de cosas que en ese momento me parecieron raras. Yo iba a una escuela de práctica en la que la maestra tenía ayudantes: las estudiantes del instituto normal pasaban como practicantes; allá eran unas alumnas, pero para nosotras eran casi lo mismo que la maestra. Ahí tuve en sexto año una maestra estupenda: María Piecúneo. Era una muchacha de afuera que había venido a trabajar a Montevideo, luchó la carrera y mi tía la protegía mucho por eso de que estaba sola. Estaba en sexto año y era una muy buena maestra. Pero ella decía: “Yo tengo muy mala letra, no puedo enseñarles caligrafía”. Entonces, venía una practicante que sí tenía buena letra a escribir en el pizarrón. A veces me pasaban a mí, que tenía muy buena letra, porque en casa había planillas, y entonces me pasaban al pizarrón a escribir. 

Fue una de esas practicantes que elegía poemas la que me presentó a Gabriela. Yo decía: “Bueno, la dejaron que nos enseñara ese poema; ¡tengo que entenderlo!”. Pero no entendía. Creo que no entendía, en primer lugar, la expresión de la soledad, de la angustia. Poco a poco empecé a volver sobre él, a volver sobre él, y creo que me quedó como una especie de interés en esa combinación de palabras que podía tener un misterio.




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