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La Cestería: esparto para tejer una vida entera
Belén Gracia es la cuarta generación a cargo de este local en la calle del Temple de Zaragoza
Sentada en una silla y al calor de una estufa, Antonia Escuer le hace compañía a su hija, Belén Gracia, que es quien actualmente regenta esta tienda. Es una cestería, la única que queda en Zaragoza. Las paredes de este local llevan exhibiendo objetos de esparto y mimbre desde el año 1900, cuando el bisabuelo de Belén inauguró este local, situado en la calle del Temple, en el corazón del Casco Histórico.
Venden objetos de todo tipo: cestas, sillas, sombreros, artículos de decoración (cabezas de elefante hechas de paja, cactus…). Pero cada vez es más complicado encontrar proveedores. «Hay algunas cosas que las hacen unos familiares míos en Extremadura y el resto lo compramos hecho. Aunque cada vez menos gente quiere dedicarse a este negocio. No sale a cuenta», asegura la comerciante.
Ella misma reconoce que sus ingresos solo suponen un extra en casa, puesto que el local es propio y no pagar alquiler les permite sacar algo de beneficio. El mimbre se ha puesto de moda muchos veranos pero se parece que quienes lo lucen no suelen callejear por el Casco. Sí que pasaban por la puerta de esta tienda muchos jóvenes cada fin de semana, de noche, cuando la Cestería ya estaba cerrada y abrían los numerosos locales de fiesta que hay en la calle del Temple. «Madre mía, me encontraba la puerta muchos días muy sucia… he tenido que limpiar cada cosa», ríe Belén. «Antes aquí había más comercio. Hubo un colegio para sordomudos, un hombre que llevaba recados a Madrid, un almacén de peluquería... Ahora nos hemos quedado un poco aislados», recuerdan ambas mientras se miran.
Y ahora viene la pregunta. ¿Cómo les ha afectado la pandemia? «Pues partiendo de que estuvimos dos meses sin abrir, ya me dirás», dice Belén, mientras dos clientas cotillean entre los cientos de objetos que guarda este local. Este año en Semana Santa les ha ido algo mejor y vendieron unas cuantas palmas para el Domingo de Ramos. «Las tejemos nosotras pero no quise comprar muchas por si tenía que tirarlas, pero al final tuve que pedir más», dice Belén.
Antes de la pandemia solo habían tenido que cerrar en 1969, cuando unas obras en la calle obligaron a cortar el acceso a la vía. «Mi marido se puso muy nervioso porque no sabíamos qué iba a pasar. Tenían que tirar un edificio entero y no sabíamos cómo nos iba a afectar. Le tuvieron que ingresar de los nervios que hizo. Y luego abrimos pero apenas pasaba nadie por la calle mientras estuvo así», cuenta Antonia. «Hemos tenido tiempos mejores y peores», dice la señora, con la franqueza y sencillez que da edad. Su experiencia ha sido la de una comerciante de toda la vida, de las que han tenido que negociar las letras con el banco para no bajar la persiana. Y su estrategia, desde luego, no ha sido en vano. Hoy su hija es la cuarta generación a cargo de la tienda. «Mi marido y yo estábamos todo el día aquí», recuerda al calor de la estufa. «Ahora viene y me hace compañía. Así sale de casa y se pasea. Su vida es la tienda», añade la hija.
«De momento mis hijos tienen trabajo, así que no sé qué pasará con la tienda. Pero vamos, yo tampoco me esperaba trabajar aquí y aquí estoy», explica Belén, antes de ponerse a la faena mientras su madre le observa.
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