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Ni E.B. White se podría haber imaginado algo así. White publicó en 1949 un pequeño monumental libro, Here is New York , que es una biblia de la ciudad y en el que escribe: “La isla de Manhattan es, sin duda, el mayor concentrado humano, el poema cuya magia es comprensible para millones de residentes”.
Se quedaría de piedra si caminará hoy por sus calles vacías. Es un poema difícil de entender.
Si algo simboliza la ciudad ausente es Times Square. Sus neones siguen en marcha sin prácticamente nadie que los mire. Nada que ver con ese que describe Gay Talese en su Retratos y encuentros (1961) en el que a las 7.30 horas de la mañana la gente hacía cola para entrar a los cines.
En uno había muchos que se expresaban con las manos. Eran los asistentes al Apollo, especializado en filmes extranjeros subtitulados. El dueño le confesó a Talese: “El Apollo debe tener la mayor audiencia mundial de cinéfilos sordomudos”.
Hoy es una metrópolis sorda y muda. En un paréntesis de negocios cerrados y ciudadanos que, por la regla de distancia social contra el coronavirus, se alejan unos de otros al pasear. Cualquiera puede llevar al enemigo.
Han desaparecido los Elmos y los superhéroes que se prodigan en ese cruce de caminos global. Se han ido porque no están los turistas ni se les espera, lo que ha desnudado las miserias camufladas entre la marabunta.
Los teatros que se prodigan en esa zona, y que configuran el mítico Broadway, sólo son edificios de piedra, en silencio, sin ese bullicio que caracteriza ese momento en que se levanta o cae el telón.
En sus marquesinas anuncian historias que se han quedado congeladas en el tiempo.
El gobernador del estado de Nueva York, Andrew Cuomo, ordenó el cierre el pasado 13 de marzo. Esa noche debían arrancar en el Hudson Theatre las representaciones de Plaza Suite , un revival de la comedia de Neil Simon sobre el matrimonio.
Era una de las obras más esperadas de la temporada. No por la veneración a Simon, muy querido, sino porque el mano a mano en el escenario reunía a un matrimonio real. Por primera vez desde que están oficialmente casados (1997), Matthew Broderick, de 58 años, y Sarah Jessica Parker, de 55, iban a compartir escenario en Broadway.
La otra vez que coincidieron en un entarimado fue en 1995 –ya vivían juntos– con el musical How to succeed in business without really trying , llevado al cine con el título Cómo triunfar sin dar golpe .
Desde entonces han cambiado muchas cosas. Han tenido tres hijos y una carrera profesional repleta de éxitos en el cine, el teatro o la televisión. Parker estará por siempre asociada a Sex and the City , la serie de HBO que hizo de los stilettos de Manolo Blahnik y del cóctel cosmopolitan imágenes de la cultura pop vernácula.
Ese trabajo, del que era coproductora, le permitió lograr la libertad en la ciudad que adora. “Si no hubiera tomado parte en esa serie, no estaría haciendo esta obra”, declaró al The Washington Post al hablar de Plaza Suite .
Esta pieza recrea tres viñetas de un matrimonio en diferentes periodos de la relación. En otras apariciones los dos han asegurado que el público no ha de leer entre líneas, porque lo que escenifican no guarda parecido con su convivencia cotidiana.
Broderick, hijo de actor y de pintora dramaturga, es un neoyorquino pata negra, nacido en Manhattan que, según dice, no ha desarrollado ningún otro trabajo en su vida que la interpretación.
Parker nació en Nelsonville (Ohio) y llegó a Nueva York a los once años, con sus hermanos (tiene siete), su madre (maestra) y su padrastro (camionero). Se forjó como cantante y bailarina. Le conocieron a principios de los noventa. Broderick dirigía una obra de teatro en una compañía fundada por uno de los hermanos de Parker.
Han alcanzado el punto en que están en casa y es como si estuvieran en el teatro, ¿o es al revés? Sólo falta que Broadway recupere su alma: música y palabras.
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