miércoles, 9 de abril de 2014

Mujer con sordera es discriminada y maltratada en la Sunat

Ser cojo, sordo, ciego o mudo no es razón para que una persona sea discriminada. Sin embargo, un funcionario de la SUNAT pensó lo contrario.

Ayer, Manuel Cadenas Mujica, periodista dedicado a la difusión la gastronomía y al pisco peruano denunció a través de una carta pública difundida por la web espacio360.pe el humillante trato que sufrió su esposa Mary Sáenz por parte de Víctor Cerrillo, funcionario de SUNAT a cargo de la oficina de Benavides, ubicada en la cuadra 44.

Esta es su historia. Saquen sus propias conclusiones.

Discriminación, abuso y maltrato en la Sunat (¿quién es el verdadero sordo?)

Martes 8 de abril de 2014. Oficina de la Sunat de la avenida Benavides cuadra 44. Por enésima vez en los últimos meses, mi esposa Mary Sáenz de Cadenas acude a esta entidad para recibir información sobre una nueva amenaza de la institución recaudadora. No porque no queramos pagar impuestos, sino porque nos corta toda posibilidad de hacerlo al embargar cuentas de detracción y de ahorros por montos superiores a lo adeudado en el mismo momento en que el cliente acaba de depositar el impuesto y el pago por nuestros servicios.

Ella espera tranquila a que le toque su turno. Le toca con la señorita de la cabina 7. Aparece su número en la pantalla, va y se sienta frente a su escritorio. Deja el teléfono sobre él, como hacen todos para que la mano descanse un momento, a la espera de su atención. Pero la señorita de la cabina 7 no parece muy dispuesta a cumplir con su función de servidora pública. De inmediato, se coloca a la defensiva.

- ¿Me va a grabar? —pregunta.

- No, pero me gustaría, porque quisiera tener toda la información para luego pasarla a mi contador porque ya he tenido problemas y soy sorda.

Hago un alto. A mi esposa no le gusta decirlo, pero esta vez se ve obligada a hacerlo público debido a que quisiera ayudar de alguna manera a que nadie más en su condición sufra el mismo maltrato: ella es hipoacúsica, casi sorda, debido a una otoesclerosis, extraña enfermedad que afecta principalmente a personas de origen caucásico (la familia de su padre proviene de Europa Oriental). Hace varios años que ha ido perdiendo la audición, pues se trata de una sordera profunda a nivel nervioso que mejora ligeramente con el uso de audífonos y un poco mejor con implantes cloqueares. Igual, las personas hipoacúsicas deben aprender a leer los labios.
Se trata de una de las discapacidades menos comprendidas, pues la gente cree que hablándoles más fuerte o gritándoles escucharán mejor, y no es así. Como combinan la lectura de labios con lo poco que perciben de la voz de una persona, mientras más la conozcan, la “escucharán” mejor. Pero las personas deben hablarle de frente, suave y claramente, para que ella “escuche”. Además, al contrario de lo que se cree, el ruido las afecta terriblemente, pues crea en su oído interno un tinnitus (zumbido de oídos) permanente, que a su vez les provoca jaquecas y migrañas. Por eso, aman el silencio, los sonidos tenues. Nada de chillidos o sonidos muy graves.

Aunque en el camino ha perdido la posibilidad de disfrutar de una pasión que tenemos en común: la música (ambos cantamos y tocamos instrumentos), nos entendemos mucho porque yo amo el silencio y tranquilidad, ambos lo disfrutamos tremendamente.

Pero volvamos a la mañana de hoy. Una vez que escuchó a mi esposa responder de esa manera, no preguntó por su condición ni le interesó saber de qué otra manera podía ayudarla; la señorita de la cabina 7 se paró como un resorte y trajo consigo a Víctor Cerrillo, funcionario de Sunat a cargo de la oficina de Benavides cuadra 44. Sujeto muy alto y de ceño fruncido, tampoco preguntó por la condición de mi esposa. Vino a la mala.

“Señora, usted no puede grabar en esta oficina pública porque está prohibido”, y acto seguido, con aires prepotentes y autoritarios, le despachó un discurso al respecto, sin dejarla hablar ni explicar. Una vez que terminó su perorata, que mi pequeña esposa tuvo que escuchar avergonzada en medio del público y algo amedrentada por el enorme sujeto, le tocó su turno.

“Está bien, señor ¿Cerrillo? No hay problema. Pero resulta que soy sorda y necesito tener la información correcta y que no se me pase nada. Como no se puede grabar (no lo iba a hacer, pero ya conocemos lo que sucedió), tráigame un intérprete de señas, por favor”.

Segunda vez que señalaba su discapacidad. ¿Acaso indagó, le interesó esa condición, tuvo el menor gesto servicial como corresponde a un funcionario de la administración pública al que pagamos el sueldo con nuestros tributos. No. Simplemente le indicó a la señorita de la cabina 7 que no atienda a mi esposa. “Que se vaya esta señora, no la atiendas, que se vaya”, le indicó, y se dio media vuelta. Mi esposa lo interceptó.

- Oiga, señor, ¿no ha entendido que soy sorda? —increpó mi esposa a Cerrillo. Este la miró de pies a cabeza—. Quiero un intérprete para poder comunicarme… y también un policía porque quiero dejar sentada esta discriminación y maltrato, pues no me dan las facilidades de ley para acceder a la información.

- ¿Sorda? ¿Ah sí? —desde su altura, se dibujó una mirada sarcástica, un gesto de burla, de sorna, que a mi esposa avergonzó y humilló profundamente—. ¿Sorda? ¡Cómo va a ser sorda si me está escuchando! —y acompañó su burla con otro gesto igualmente sarcástico.

- ¡Soy labiolectora, imbécil! —la desesperación se apoderó de mi esposa. Desde su diminuto metro sesenta le salieron esas agallas que la caracterizan y que han hecho que su discapacidad no sea obstáculo para ser lo emprendedora que es—. Soy labiolectora y soy sorda, ¿ves, ves? —imprecaba mientras se levantaba el cabello para mostrar su audífono.

Mary me cuenta la humillación que sintió. “Me sentí desnuda, Manuel, como si me hubieran desnudado en público. Me dio tanta vergüenza. No por el audífono sino porque, o sea, si soy coja, ¿tengo que bajarme el pantalón para que me crean? Me dio mucha vergüenza y mucha rabia. Por eso, no me dio la gana de moverme”. Desde luego, no hubo ni intérprete de señas ni policía que viniera en socorro de mi esposa. El que había en la puerta, se hacía el loco. Como dice ella, “no va a morder la mano que le da de comer”. La benemérita…

Acto seguido, Mary puso su queja en el libro de reclamaciones. Luego, con la indignación corriendo por su cabeza como un reguero de pólvora intentó acercarse a la oficina de Cerrillo (¿o será Cerdillo?, con el perdón de los cerdos…), quería que se disculpe con ella. Pero Cerrillo es, como dicen quienes lo han visto en acción en esa oficina, un energúmeno. Lejos de disculparse, lo que hizo fue llamar a gritos, a voz en cuello en medio de la agencia, a dos agentes de seguridad para que saquen a empellones a mi esposa de la oficina. El policía de la puerta solo atinó a guardar silencio.

¿Por qué lo hacemos público? No solo porque mi esposa espera una disculpa pública y formal de Sunat, sino porque quizás de este modo –seguimos siendo ilusos– esta institución pública recapacite, se dé cuenta de una vez por todas que no puede seguir tratando a los ciudadanos como si fuéramos súbditos, y mucho menos a quienes sufren de alguna discapacidad. Porque no se trata de un caso aislado: este es apenas un botón de muestra de lo que constituye una actitud, un modo de actuar, una filosofía cotidiana en el ente recaudador. Sino, que lo digan los millones de usuarios hostilizados por teléfono y por todos los medios posibles como si fueran delincuentes. Ya basta. Ya basta, carajo.


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