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En un mundo sin luz, Angelines era los ojos de los demás. De una familia donde padres y marido eran ciegos, ella les leía libros. A los 99 años, el 12 de abril la Covid se la llevó para siempre de la residencia donde vivía en Murcia.
Angelines Dueñas García vino al mundo en el madrileño barrio de Chamberí, en un hogar en el que vivían nueve personas (matrimonio y siete hijos). Era un piso pequeño, cuenta una de sus nietas, que aún no se explica como en aquel reducido espacio podían morar tantas personas y encima colocar un piano. Sus padres eran ciegos.
Angelines era una de esos millones cuyas vidas se torcieron por una gran tragedia colectiva: la Guerra Civil. El novio que tenía volvió enfermo del frente y falleció de tuberculosis, tragedia de la que ella tardó en recuperarse.
A sus nietos les contó los padecimientos de la contienda, como el hambre. Les narró las largas colas para obtener alimentos en una ciudad azotada por el racionamiento, y como era peor el miedo a no comer nada que a los bombardeos: se acordaba como la gente no abandonaba la fila para hacerse con pan ni siquiera cuando caían las bombas.
Tras la guerra estudió para maestra y entró a trabajar como ayudante en la escuela para niños invidentes y sordomudos de su padre. Allí conoció a un invidente, Domingo, con el que se acabó casando cuando tenía 32 años.
A pesar de su minusvalía, Domingo no se quejó nunca, y eso que podría haber tenido otra suerte. Su ceguera provenía de una dolencia que se podía haber intervenido, pero debido a la contienda la intervención se fue aplazando.
Por contra, la enfermedad no acepta imponderables y se quedó sin visión. Sin embargo, recuerda una de sus nietas, decía que el ser ciego, paradójicamente, le permitió acceder al mundo de la cultura, porque sino su destino habría sido el campo, como sus parientes, y posiblemente tendría que aparcar los libros.
Angelines fue sus ojos y su muleta. Siempre cuidó de él, hasta el punto que muchas veces salía a pasear sin bastón. Y, a pesar de conocer el braille, Domingo disfrutaba cuando Angelines le leía los libros que escogía: su voz era el mundo que él no podía ver, pero sí recrear por medio de la voz de su esposa.
El matrimonio se mudó a Murcia, donde Domingo fue delegado de la ONCE y Angelines su secretaria personal hasta que se jubiló. Ella se sacó el carnet de conducir y así podían irse los fines de semana a la casa familiar de la huerta.
En 1998, Domingo falleció. Con los años, la salud de Angelines se fue deteriorando y perdió movilidad, además de facultades mentales, lo que al final causó que fuera ingresada en una residencia en Murcia, donde fue atacada por el virus que se la llevó el 12 de abril.
Esta madrileña por los cuatro costados siempre conservó la ilusión de regresar a su barrio, a Chamberí, deseo que no pudo cumplir. Dejó tres hijos (la mayor de los cuales la precedió en
el último viaje y se marchó en el 2016), ocho nietos y nueve biznietos, a los que hay que añadir uno que está en camino y ya no la conocerá.
Hace años que Angelines ya no leía libros a su marido Domingo, invidente. Pero atrás queda una vida en la que fue los ojos de los demás.
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