jueves, 23 de febrero de 2012

Despelotes del Carnaval de Barranquilla


Se ha hablado hasta la saciedad sobre los cambios de conducta y las consecuencias, tanto buenas como malas, que le trae a un alto porcentaje de los habitantes de la costa el Carnaval de Barranquilla.

Se escuchan historias de sordomudos que sólo hablan y oyen en estos famosos cuatro días, de desquiciados que recuperan la razón y otros que la tienen la pierden, de cientos de hogares rotos, de promesas de matrimonios deshechas, de lluvia de embarazos, de un sinnúmero de salidas del closet, etc.

A continuación traeré a colación algunas anécdotas de amigos, de amigos de mis amigos, o de amigos de los amigos de mis amigos que ocurrieron en tales fechas. Historias que causarían incredulidad o resultarían inverosímiles en cualquier otro país del mundo, pero no en éste donde parece que andamos sumergidos en un eterno realismo mágico, en el que nada ni nadie nos sorprende, y para la muestra un par de recientes botones: el chaman de cabecera que posee el Gobierno y el padre de las trillizas que sólo reconoce la paternidad de una.

Por el barrio del cuñado de la prima política de mi ex cuñado hay una señora que tiene cinco hijos nacidos en noviembre, nueve meses después del carnaval, a quienes la comunidad bautizó en forma jocosa “Los Marimondas”. Lo curioso del caso es que su esposo es un capitán de barco que únicamente viene a Barranquilla dos veces al año, en abril y en octubre.

El suegro del vecino de un primo mío por parte de padre, trabaja con tesón todo el año. El tipo tiene un puesto de ropa del cual deriva su sustento. Por lo regular, el hombre es poco bebedor, ni siquiera lo hace en diciembre, pero en las fiestas carnestolendicas se espaturra. El sábado de carnaval sale en la mañana con un viejo sombrero volteao sobre la cabeza y una sonrisa de oreja a oreja, y sólo lo vuelven a ver el Miércoles de Ceniza en la mañana, enmaicenado y totalmente quebrado; entonces debe empezar en marzo desde cero, empeñando los electrodomésticos del hogar; hasta la plancha paga los platos rotos.

El hijo del jefe del yerno de la señora que apunta chance por la casa de tía Epi, es un flojo empedernido que a sus treinta y cinco años aún depende económicamente de sus padres, pero es apodado “Rey Momo” porque sólo trabaja cuatro días al año, en carnavales, y se bebe todo lo que se gana, y lo que no, pues, por lo regular, el miercoles el padre debe pagar por lo que aquel queda debiendo.

Supe de un Pastor, concuñado del padrastro del tío de mi hijastra, fanático a morir en sus creencias religiosas, que no acepta que cerca de su templo se encienda un equipo de sonido o merodeen personas alicoradas o bulliciosas, pero que en carnavales desaparece de su templo para enrolarse en danzas y comparsas tradicionales que desfilan por los sitios dispuestos para tal fin. El hombre deja la biblia y los sermones de lado y los remplaza por un contorneo de caderas y un disfraz de monocuco que no se quita ni para dormir durante los cuatro días de fiesta, causando la sorpresa de extraños, pues los propios (sus fieles) saben que usualmente durante ese lapso deben recurrir a otro guía espiritual.

Y por último, una personal. En un carnaval pasado acudí con varios compañeros de trabajo a presenciar el tradicional desfile gay. Sentados en cómodas sillas, cervezas en mano, no perdíamos detalle. Cuando de pronto en una carroza que se aproximaba, uno de los acompañantes de la reina, el cual portaba una careta y no dejaba de bailar con frenesís, exagerando movimientos y ademanes femeninos, tropezó y la careta rodó fuera de su rostro; y, ¡mayúscula sorpresa! Era Rubén, el buscapleitos de mi barrio. Ese tipo, un ex policía, nos tenía azotados, amparado en una pistola de dos proveedores que adornaba siempre su pretina, dos metros de estatura y cien kilos de peso. No niego que los vecinos y amigos le teníamos pavor. Si jugábamos dominó con él tocaba hacernos los locos y permitir que ganara, pues era tan mal perdedor que cuando esto sucedía varios de sus contrincantes resultaban seriamente lastimados. Era nuestra pesadilla, puesto que también le gustaba el fútbol y en los partidos que se disputaban los rivales debíamos abrirle paso para que anotara en varias oportunidades, ya que esto era lo único que lo mantenía con buen humor, y ¡Ay! Del que osase cometerle una falta. Y si de chicas se trataba, cuando a nuestro sector llegaba una nueva y hermosa era el primero con derecho a caerle, los demás debíamos hacernos los de la vista gorda, ¡cero piropos! Hasta tanto él no lo autorizara; sólo si fracasaba, o la conquistaba y posteriormente se aburría, quedaba abierta la posibilidad para el resto de la manada. Éramos tan tontos y serviles que corríamos a su casa a avisarle cuando alguna nueva merodeaba. Y el colmo, en las parrandas no aportaba un céntimo y todos nos disputábamos el honor de colocar la parte que le correspondía; ¡idiotas!, todo con tal de ganarnos su afecto.

Y aquí estábamos él y yo, mirándonos cara a cara; me temblaba tanto el cuerpo que faltó poco para que cayera de la silla, pues daba por hecho que se bajaría de la carroza más adelante y regresaría a hurtadillas a cogerme a balazos para sellar mi boca para siempre, y que podría darme por bien servido —dado lo malgeniado que el tipo era—, con que sólo me descargara un proveedor. Mi vida estaba en sus manos, pero su mundo de mandamás estaba en las mías, y eso era peligroso.

Rubén recuperó la careta y, a pesar de la distancia, noté su turbación y camaleónica faz.

Esa noche en casa me fue imposible conciliar el sueño. Pensé en tantas cosas: una, mudarme pronto del barrio; otra, hacerle un regalo extra, incluso, podría presentarle a mi hermana menor; o no, sabiendo lo de su lado escondido podría presentarle mejor a un primo; o como última opción, abordarlo y jurarle que yo no era un soplón y que me llevaría el secreto a la tumba, ¡a no!, esto último mejor no, analicé, podría tentarlo.

A las siete de la mañana tocaron a mi puerta y sufrí un ataque de pánico, debía ser él que venía a por mí, aún disfrazado para que no lo identificaran. Entonces, procurando no despertar a mi esposa, corrí hasta el baño y me agaché a un costado del inodoro, estaba aterrorizado. Pero pasaron los minutos más lentos de mi vida y no volvieron a tocar. Así que me levanté y salí del baño a paso lento y tomando las precauciones del caso, no deseaba ser sorprendido por una andanada de tiros que atravesaran la puerta. Fue entonces cuando descubrí a la distancia un sobre blanco que, por lo visto, habían rodado por debajo de la puerta. Me deslicé hasta allí, lo tomé y lo abrí. En su interior encontré una cifra considerable de dinero y una orden para caerle de primero a las próximas chicas que llegaran por nuestro barrio. De ahí en adelante éramos dos buscapleitos en el sector porque Rubén no dejaba de pregonar que quien se metiera conmigo se metía con él.

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