InfoSord, 30 marzo
No están siendo días fáciles para el Vaticano. La opinión pública se ha echado encima. El centro de atención, los numerosos escándalos que han salpicado a algunas diócesis, obispados, parroquias, colegios religiosos en varios países. Algunos incluso imputan a la etapa de obispo y posteriormente de cardenal del actual Papa de haber conocido denuncias de abusos y no haber hecho nada. Graves acusaciones.
El silencio sepultado en las catacumbas del olvido, la impunidad y el miedo se revuelve enérgico y fiero. En Estados Unidos desde hace una década venían siendo públicos las denuncias y los escándalos. Irlanda, Alemania, Verona, etcétera. Benedicto XVI, el papa moralizador y con una convicción pétrea y extraordinaria vive uno de los momentos cruciales de su pontificado y enormemente complicado.
Hace sólo unos días citaba el pasaje evangélico de que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Simbolismo e interpretación a parte, nadie estamos libre, pero la metáfora ardiente no ha gustado en la opinión pública y tampoco entre muchos católicos. El aluvión de críticas y denuncias, pero de también de duras acusaciones no cesa. ¿Qué hacer?, ¿por qué no haber hecho nada antes si sabía o se estaba en condiciones de saber y decidir?
Son dos preguntas de insondable y difícil respuesta. Iglesia somos todos, todos los bautizados, e Iglesia la conformamos hombres de arcilla y barro, de virtud y vanidad, de entrega y sacrificio, pero también de abuso y aberración. Y eran hombres y mujeres también que aún siendo sacerdores abusaban de una víctimas inocentes, normalmente de niños o como estos días está saliendo en los medios a propósito de un sacerdote norteamericano de niños deficientes, sordos, etc.
La degradación del ser humana, la falsedad de la moralidad y el silencio cómplice y cobijo amparador de muchos, no sólo de superiores y de la Iglesia, sino también de la sociedad, de la justicia ordinaria e incluso de las familias de los menores mancillados, humillados y abusados, hizo también el resto. Aquí hay muchas culpas amén de la principal que corresponde a un enfermo o un maníaco incapaz de reprimir sus instintos y sus locuras abusando de seres indefensos, sea o no sea sacerdote, religioso o lo que fuera.
Hace falta prudencia, sentido común, respeto, sobre todo a esas víctimas normalmente hoy adultos que han vivido durante décadas con ese estigma, con ese miedo, incluso con un sentimiento propio de culpabilidad por culpa de la suciedad moral y humana de otros hombres que abusaban de su posición de dominio moral y religioso así como su enorme autoridad y ascendiente social, educativo, etc.
Las sospechas y presunciones se tornan en realidades y verdades, e incluso el Vaticano ha reconocido que sabía de los abusos del sacerdote norteamericano a doscientos menores sordos. Hubo incluso un juicio canónigo secreto. Pero el temor al escándalo, a dañar la imagen de la rica iglesia católica americana y el miedo a que la inmoralidad arrostrase el edificio mismo de la ortodoxia cristiana, tejieron un difícil manto de silencio que ahora estalla. No tardaran en ir saliendo más casos, pero iglesia, iglesia, lo somos todos, y somos también hombres de arcilla frágil y barro en la conciencia.
Quizás ha llegado el momento de abrir las ventanas, de que entre un aire nuevo de modernidad y repensar ciertos dogmas, ciertos principios y ciertas prohibiciones para una Iglesia y una jerarquía que a veces está demasiado distante de la sensibilidad y realidad social de nuestros días. Llega el momento de reparar los daños, pero también de hacer justicia y mostrar al verdad.
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