Se desnuda el cuerpo, se rasura
el pelo y se descuartiza el cadáver del ser querido con un cuchillo. Una vez
separados los huesos de la carne, se machaca el cráneo con un martillo y se
dejan sus restos sobre una piedra, donde son devorados por los buitres. Solo
cuando las aves terminan de comer, se considera que su alma ha ascendido a los
cielos.
En las tierras de Litang, a 4.600
metros altitud, el suelo es demasiado duro para cavar una fosa y escasea la
leña para hacer fuego. En esta zona del Tíbet, los muertos son entregados a los
buitres desde hace 5.000 años, un rito inmemorial introducido por los nómadas
en tiempos de Zaratustra. Ellos llamaban a sus altares “torres del silencio”.
De acuerdo con la creencia
budista, el cuerpo es un mero vehículo para transportar la vida; una vez que el
individuo muere, y como última muestra de caridad, su cuerpo debe servir de
alimento a los buitres sagrados. No en vano el buitre es considerado por los
sacerdotes un ave muy budista: no mata a otros seres y acepta lo que le viene,
el curso natural de las cosas.
El monasterio de Drigung Til
recibe unos diez cuerpos al día. El ritual se practica allí desde hace siglos.
“Acabo agotado todos los días” – dice Celha Qoisang, el sacerdote encargado de
los rituales. El hombre ha descuartizado una docena de cadáveres cada día desde
hace 15 años.
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