Por Juan Jesús Arroyo Arpón
El buenismo es ridículo. El nacionalismo es nefasto. Pero cuando se juntan el buenismo y el nacionalismo, su efecto es demoledor en la mente humana. Tanto la buena gente que se hace nacionalista como el nacionalista que pretende sumar su causa a las 'buenas causas' tienen en común la inanidad de su intento, la sonrisita vacua, el encefalograma plano. Ésa fue la sensación que me dio al ver en el Parlament de Catalunya a sus señorías aprobar, por unanimidad, faltaría más, la oficialidad de la Lengua de Signos Catalana. Fue una apoteosis de ternura: todos los diputados aplaudiendo al estilo sordo, moviendo las palmas sin batirlas y sonriendo, fundidos todos en una blanca sonrisa de mutua, recíproca y estúpida autofelicitación.
Por razones familiares, la lengua de signos es un tema al que no soy ajeno. Se trata de una conquista inmensa de la humanidad, que ha liberado a los sordos de la condición infrahumana a la que se vieron condenados la inmensa mayoría de sordos de la historia. Un hombre sin lenguaje es poco más que un animal indefenso. El acceso a la humanidad, a la condición humana, lo hacemos a través de la lengua. Pues bien, la lengua de signos fue el invento que dio a los sordos ese acceso al lenguaje y, por ende, a la humanidad, a su propia humanidad. Literalmente, los hizo humanos. Casi nada.
La lengua de signos es fruto de los estudios lingüísticos iniciados en la Ilustración europea. Es un sistema de señales visuales que 'ocupa el lugar' del lenguaje oral humano. Remarco 'el lugar' porque es materialmente así, ocupa la zona cerebral destinada al lenguaje oral, auditivo. Hay estudios que sostienen que el origen del lenguaje está en las manos, o sea, en el gesto: la palabra sólo sería una parte, la parte sonora, del gesto. Al hablar movemos las manos (y más los italianos). Y al revés, las operaciones manuales delicadas, como enhebrar la aguja, dibujar o cortar con tijeras, las acompañamos de movimientos de la lengua: señal de que las manos y la lengua se solapan en una misma zona cerebral. Pues bien, con el invento de la lengua de signos, los sordos pudieron hablar, y no un lenguaje limitado, sino la totalidad del lenguaje: contarse historias, expresarse, fantasear, representar aspectos formales de la realidad, filosofar. Todo.
Pero no es una lengua natural, sino artificial, de laboratorio, como el esperanto. Y dado que la sordera por lo general no se hereda, no es una lengua que pase de padres a hijos, sino que tiene que aprenderse en la escuela, como el latín. Tampoco es una traducción de la lengua natural, como sí lo es la lengua escrita (o la 'lectura de labios', otro sistema alternativo para los sordos). Lo más parecido a la lengua de signos son los iconos de las señales de tránsito, o los prospectos de IKEA, o las propias historietas 'sin palabras' del TBO. Entonces, ¿a qué viene lo de 'catalana' para la lengua de signos? Es como si los profesores de latín decidieran que aquí no enseñamos un latín cualquiera, sino un latín catalán. O un esperanto catalán. O que nuestras señales de tráfico son de clara raigambre catalana.
Nacionalistas, convenceos: hay veces en el que el adjetivo 'catalán' no es una mejora, ni un elogio, ni una ventaja, sino una solemne 'putada'. Los sordos catalanes, mediante el lenguaje de signos universal, podrían hablar y entenderse con todos los sordos del mundo. Gracias al Parlament, sólo podrán hacerlo con los siete mil sordos catalanes. Eso sí, no se entenderán con los sordos españoles. Soy malpensado, quizá se trataba sólo de eso.
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