GENTE
Un día de 1986 la casa de los Lombana, en Betania, era un desastre: había obreros trabajando, regueros por todos lados. En un momento todos se paralizaron. Una puerta pesada y maciza, enorme, de hierro, cayó y dejó a todos mudos. A todos menos a uno. Diego Lombana, de un año y medio, ni siquiera giró la cabeza. No se asustó, no lloró, no buscó a su mamá.
Ahí fue cuando María Rosalba Fransechi sospechó que había algo que no estaba bien. Lo llevó al médico y recibió la noticia de que ‘sería silente’. Lo llevó a otro médico y recibió la misma respuesta. Lo llevó al extranjero y lo mismo: Diego no iba a hablar ni a escuchar, ni siquiera los audífonos lo ayudarían.
Hoy, 25 años después, en la Asamblea, un 23 de septiembre, unos cuarenta diputados están sentados en sus curules, cada uno con su tema, a segundos de iniciar el debate del proyecto de ley que establece en Panamá el 12 de agosto como el Día de la Juventud. Diego Lombana levanta la mano, al lado de sus pares, de frente al presidente, a una distancia que no impide mirarse con su intérprete, pide la palabra y, aunque con dificultad, se hace entender: ‘Basta de represión, hay que presentar alternativas reales y arrebatar a los jóvenes de las garras de las pandillas, eso nos toca a nosotros los adultos y las autoridades. No basta con amar a los jóvenes, se hace necesario que se den cuenta que se les ama’, una cita de San Juan Bosco, el santo de los jóvenes, el santo de los panameños.
El hemiciclo queda en silencio y solo retumba la voz que no es de frases sino de palabras sueltas. Diego sigue siendo sordo, pero es capaz de hablar, y cuando no, Yadira Zamora traduce sus señas. Lo acompaña desde niño y lo sigue haciendo hoy en la Asamblea Nacional.
‘No me siento diferente a los demás diputados ni a las demás personas. Las cosas no son fáciles, pero para nadie en la vida lo es’, cuenta Diego unos días después, en su despacho.
El pronóstico de los médicos no se cumplió: es capaz de hablar y comunicarse. No solo en español, también en inglés y francés.
ASUMIR
Hoy María cuenta que el niño perdió la audición por un medicamento que le fue suministrado por una bronquitis cuando era un bebé. Los médicos le diagnosticaron sordera profunda neurosensorial bilateral.
‘El mundo se nos vino encima’, recuerda Rosalba. Pero hoy, sin exagerar, reconoce que la discapacidad de Diego se convirtió en un factor determinante para su hijo y la familia entera. Un reto permanente que ha motivado la unidad familiar: su padre, el doctor Bey Mario Lombana, así como sus hermanos: Mario, Paul, Jissy, Daniel y David, han trabajado duro. Cambió la vida de todos.
Antes no conocían nada sobre el lenguaje de señas, nunca se detuvieron a pensar siquiera que se podría llevar una vida normal siendo sordo. La condición de Diego los llevó a comprender que hay personas diferentes. Mundos diferentes.
UN MUNDO PARA DIEGO
A fines de los 80 la sociedad no se decidía si tratar a los sordos como subnormales o como personas con capacidades diferentes. Ante la duda, solía acercarse más a la primera que a la segunda. No existía entonces -y todavía no del todo- una comprensión de las diferencias y de la necesidad de integración para que los niños y niñas sin algunas capacidades puedan desarrollarse.
La madre de Diego, con posibilidades económicas y una fuerte contención familiar, decidió entonces abandonar sus estudios y ocuparse solo de su hijo. ‘No podíamos contratar otra madre para Diego’. Una suerte que tuvo recompensa.
En medio de la incertidumbre, un buen día, cuando menos lo esperaban, Diego dijo su primera palabra: M...A...M...Á. La repitió una y otra vez. Un simple fonema se convirtió en la semilla que hizo germinar la ilusión familiar. Todos se dedicaron a construir ‘un mundo para Diego’.
Entonces pegaron en cartulinas fotos inmensas de cada uno de los integrantes de la familia y, mostrando las imágenes, le repetían cada día mamá, papá, así como el nombre de cada uno de sus hermanos y hermanas. Paralelamente, todos tomaron clases y aprendieron el lenguaje de señas.
Con el tiempo, las fotografías fueron remplazadas. Le mostraban imágenes de arroz, pollo, carne, espaguetis, un pedazo de pastel, helado o un vaso con agua. Así él mismo aprendió a elegir su propio menú y pronunciar. Ellos machacaban la palabra que identificaba lo que él había elegido.
Aunque sabían que no podía escucharlos, él seguía con atención los labios y fue aprendiendo la forma de gesticular y con dificultad empezó a balbucear las palabras. Los médicos no encontraban explicación científica.
UN PELEADOR
Diego creció y llegó el momento de empezar su educación formal. Primero fue matriculado en una pequeña escuela cerca de su casa. En contra de todas las probabilidades, le fue muy bien. Así que en tercer grado lo cambiaron a la Franco Panameño-Luis Pasteur, donde las clases se dictan en tres idiomas -español, inglés y francés-. En contra de todas las probabilidades, otra vez, se apoderó del primer puesto de honor de su clase hasta terminar el primer ciclo. Siempre ocupó lugares destacados: en la secundaria se graduó con el segundo puesto de honor.
Iba todos los días a clase con los libros al hombro y Yadira Zamora, su intérprete, quien estuvo presente en cada una de sus clases. Un privilegio al que no todos pueden acceder, pero que en su caso fue aprovechado al máximo.
Diego dice que a pesar de su limitación, nunca se sintió discriminado. Tampoco cree que haya habido preferencia o una cierta lástima de sus maestros hacia él. ‘Siempre fue tratado como cualquier estudiante’, dice su intérprete. Sus exámenes eran iguales a los del resto de sus compañeros. Incluso al momento que le correspondía dictar sus charlas en cualquiera de los tres idiomas, así lo hacía. ‘No hubo contemplaciones especiales para Diego’, dijo Yadira.
Una vez terminada la escuela no dudó en seguir hacia la Universidad. Ingresó a la ULACIT y logró un técnico en reparación de computadoras y luego una licenciatura en ingeniería informática en la Universidad Tecnológica de Panamá (UTP). Hoy en día está tomando una maestría en redes informáticas en la Universidad Tecnológica de Panamá (UTP).
Un peleador incansable que inspira a muchos, incluso quien escribe esta nota, la pregunta: ¿Qué le ha costado más, superar su propia discapacidad o superar la discapacidad de las personas para tratar a personas como él? Ni siquiera él mismo tiene una respuesta.
Antes de hacer la entrevista, nos preguntábamos, ¿cómo nos vamos a entender, si es sordo? Después de cinco minutos de diálogo, nos dimos cuenta que Diego es capaz de entender y de hacerse entender.
VOCACIÓN POLÍTICA
Hace 21 años Diego Lombana se sentó por primera vez en una curul. Tenía cuatro años, visitó la Asamblea Legislativa con la inocencia propia de un niño. Se paseó por el hemiciclo y posó para fotografías en la silla del presidente.
Llegó a acompañar a la Asociación Panameña de Sordos que en ese entonces peleaba por la aprobación de una ley sobre la adopción del lenguaje de señas en Panamá. Nunca se imaginó que aquella visita marcaría su vida y despertaría en su interior el gusanillo de la política.
Hoy es diputado suplente, el primero de Centro América con sordera profunda.
-¿Siempre le gustó la política?
-La llevo en la sangre. Mi familia tiene tradición política. Mi abuela María de Miranda fue la primera mujer ministra que hubo en Panamá y mi abuelo Rafael Fransechi diputado.
La Estrella consultó a familiares, compañeros de universidad y colegas de la Asamblea cómo es Diego, cómo era. Raro, pero no hubo ni una persona que manifestara antipatía o dijera algo malo de él. Todos lo elogian. ¿Serán ponderaciones sinceras o una especie de compasión o solidaridad? No lo sabemos. Lo que sí se sabe es que la incapacidad nunca frenó al niño Lombana: fue monaguillo, estudió magia y se afilió a la Asociación de Magos, donde lo bautizaron como el ‘Mago Die’; y desarrolló una gran habilidad para juegos de mesa como el ajedrez.
Ahora lleva dos años como diputado suplente por el circuito 8-7. Él mismo narra lo activa que fue la campaña: caminó por todo su circuito electoral, buscó voto por voto, y logró, según dice, ‘conocer mucho más a la gente y la comunidad’.
El diputado Lombana tiene una gestión muy activa en la Asamblea: ha presentado casi veinte anteproyectos, de los cuales dos se convirtieron en ley de la República. Participa activamente en el pleno legislativo, interviene y hace propuestas en los debates. Lo mismo en las comisiones legislativas.
Cumple, en definitiva, con eso que soñó a los cuatro años cuando visitó por primera vez la Asamblea Legislativa. 21 años después, trabaja por lo mismo: tener oportunidades y dárselas a aquellos que, como él, no la tienen fácil. Por incapacidad física o material, repite, hoy hay miles de panameños que no tienen acceso a la educación y el desarrollo. Y, como él, todos merecen vencer las contingencias, superarlas y realizarse.
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Un día de 1986 la casa de los Lombana, en Betania, era un desastre: había obreros trabajando, regueros por todos lados. En un momento todos se paralizaron. Una puerta pesada y maciza, enorme, de hierro, cayó y dejó a todos mudos. A todos menos a uno. Diego Lombana, de un año y medio, ni siquiera giró la cabeza. No se asustó, no lloró, no buscó a su mamá.
Ahí fue cuando María Rosalba Fransechi sospechó que había algo que no estaba bien. Lo llevó al médico y recibió la noticia de que ‘sería silente’. Lo llevó a otro médico y recibió la misma respuesta. Lo llevó al extranjero y lo mismo: Diego no iba a hablar ni a escuchar, ni siquiera los audífonos lo ayudarían.
Hoy, 25 años después, en la Asamblea, un 23 de septiembre, unos cuarenta diputados están sentados en sus curules, cada uno con su tema, a segundos de iniciar el debate del proyecto de ley que establece en Panamá el 12 de agosto como el Día de la Juventud. Diego Lombana levanta la mano, al lado de sus pares, de frente al presidente, a una distancia que no impide mirarse con su intérprete, pide la palabra y, aunque con dificultad, se hace entender: ‘Basta de represión, hay que presentar alternativas reales y arrebatar a los jóvenes de las garras de las pandillas, eso nos toca a nosotros los adultos y las autoridades. No basta con amar a los jóvenes, se hace necesario que se den cuenta que se les ama’, una cita de San Juan Bosco, el santo de los jóvenes, el santo de los panameños.
El hemiciclo queda en silencio y solo retumba la voz que no es de frases sino de palabras sueltas. Diego sigue siendo sordo, pero es capaz de hablar, y cuando no, Yadira Zamora traduce sus señas. Lo acompaña desde niño y lo sigue haciendo hoy en la Asamblea Nacional.
‘No me siento diferente a los demás diputados ni a las demás personas. Las cosas no son fáciles, pero para nadie en la vida lo es’, cuenta Diego unos días después, en su despacho.
El pronóstico de los médicos no se cumplió: es capaz de hablar y comunicarse. No solo en español, también en inglés y francés.
ASUMIR
Hoy María cuenta que el niño perdió la audición por un medicamento que le fue suministrado por una bronquitis cuando era un bebé. Los médicos le diagnosticaron sordera profunda neurosensorial bilateral.
‘El mundo se nos vino encima’, recuerda Rosalba. Pero hoy, sin exagerar, reconoce que la discapacidad de Diego se convirtió en un factor determinante para su hijo y la familia entera. Un reto permanente que ha motivado la unidad familiar: su padre, el doctor Bey Mario Lombana, así como sus hermanos: Mario, Paul, Jissy, Daniel y David, han trabajado duro. Cambió la vida de todos.
Antes no conocían nada sobre el lenguaje de señas, nunca se detuvieron a pensar siquiera que se podría llevar una vida normal siendo sordo. La condición de Diego los llevó a comprender que hay personas diferentes. Mundos diferentes.
UN MUNDO PARA DIEGO
A fines de los 80 la sociedad no se decidía si tratar a los sordos como subnormales o como personas con capacidades diferentes. Ante la duda, solía acercarse más a la primera que a la segunda. No existía entonces -y todavía no del todo- una comprensión de las diferencias y de la necesidad de integración para que los niños y niñas sin algunas capacidades puedan desarrollarse.
La madre de Diego, con posibilidades económicas y una fuerte contención familiar, decidió entonces abandonar sus estudios y ocuparse solo de su hijo. ‘No podíamos contratar otra madre para Diego’. Una suerte que tuvo recompensa.
En medio de la incertidumbre, un buen día, cuando menos lo esperaban, Diego dijo su primera palabra: M...A...M...Á. La repitió una y otra vez. Un simple fonema se convirtió en la semilla que hizo germinar la ilusión familiar. Todos se dedicaron a construir ‘un mundo para Diego’.
Entonces pegaron en cartulinas fotos inmensas de cada uno de los integrantes de la familia y, mostrando las imágenes, le repetían cada día mamá, papá, así como el nombre de cada uno de sus hermanos y hermanas. Paralelamente, todos tomaron clases y aprendieron el lenguaje de señas.
Con el tiempo, las fotografías fueron remplazadas. Le mostraban imágenes de arroz, pollo, carne, espaguetis, un pedazo de pastel, helado o un vaso con agua. Así él mismo aprendió a elegir su propio menú y pronunciar. Ellos machacaban la palabra que identificaba lo que él había elegido.
Aunque sabían que no podía escucharlos, él seguía con atención los labios y fue aprendiendo la forma de gesticular y con dificultad empezó a balbucear las palabras. Los médicos no encontraban explicación científica.
UN PELEADOR
Diego creció y llegó el momento de empezar su educación formal. Primero fue matriculado en una pequeña escuela cerca de su casa. En contra de todas las probabilidades, le fue muy bien. Así que en tercer grado lo cambiaron a la Franco Panameño-Luis Pasteur, donde las clases se dictan en tres idiomas -español, inglés y francés-. En contra de todas las probabilidades, otra vez, se apoderó del primer puesto de honor de su clase hasta terminar el primer ciclo. Siempre ocupó lugares destacados: en la secundaria se graduó con el segundo puesto de honor.
Iba todos los días a clase con los libros al hombro y Yadira Zamora, su intérprete, quien estuvo presente en cada una de sus clases. Un privilegio al que no todos pueden acceder, pero que en su caso fue aprovechado al máximo.
Diego dice que a pesar de su limitación, nunca se sintió discriminado. Tampoco cree que haya habido preferencia o una cierta lástima de sus maestros hacia él. ‘Siempre fue tratado como cualquier estudiante’, dice su intérprete. Sus exámenes eran iguales a los del resto de sus compañeros. Incluso al momento que le correspondía dictar sus charlas en cualquiera de los tres idiomas, así lo hacía. ‘No hubo contemplaciones especiales para Diego’, dijo Yadira.
Una vez terminada la escuela no dudó en seguir hacia la Universidad. Ingresó a la ULACIT y logró un técnico en reparación de computadoras y luego una licenciatura en ingeniería informática en la Universidad Tecnológica de Panamá (UTP). Hoy en día está tomando una maestría en redes informáticas en la Universidad Tecnológica de Panamá (UTP).
Un peleador incansable que inspira a muchos, incluso quien escribe esta nota, la pregunta: ¿Qué le ha costado más, superar su propia discapacidad o superar la discapacidad de las personas para tratar a personas como él? Ni siquiera él mismo tiene una respuesta.
Antes de hacer la entrevista, nos preguntábamos, ¿cómo nos vamos a entender, si es sordo? Después de cinco minutos de diálogo, nos dimos cuenta que Diego es capaz de entender y de hacerse entender.
VOCACIÓN POLÍTICA
Hace 21 años Diego Lombana se sentó por primera vez en una curul. Tenía cuatro años, visitó la Asamblea Legislativa con la inocencia propia de un niño. Se paseó por el hemiciclo y posó para fotografías en la silla del presidente.
Llegó a acompañar a la Asociación Panameña de Sordos que en ese entonces peleaba por la aprobación de una ley sobre la adopción del lenguaje de señas en Panamá. Nunca se imaginó que aquella visita marcaría su vida y despertaría en su interior el gusanillo de la política.
Hoy es diputado suplente, el primero de Centro América con sordera profunda.
-¿Siempre le gustó la política?
-La llevo en la sangre. Mi familia tiene tradición política. Mi abuela María de Miranda fue la primera mujer ministra que hubo en Panamá y mi abuelo Rafael Fransechi diputado.
La Estrella consultó a familiares, compañeros de universidad y colegas de la Asamblea cómo es Diego, cómo era. Raro, pero no hubo ni una persona que manifestara antipatía o dijera algo malo de él. Todos lo elogian. ¿Serán ponderaciones sinceras o una especie de compasión o solidaridad? No lo sabemos. Lo que sí se sabe es que la incapacidad nunca frenó al niño Lombana: fue monaguillo, estudió magia y se afilió a la Asociación de Magos, donde lo bautizaron como el ‘Mago Die’; y desarrolló una gran habilidad para juegos de mesa como el ajedrez.
Ahora lleva dos años como diputado suplente por el circuito 8-7. Él mismo narra lo activa que fue la campaña: caminó por todo su circuito electoral, buscó voto por voto, y logró, según dice, ‘conocer mucho más a la gente y la comunidad’.
El diputado Lombana tiene una gestión muy activa en la Asamblea: ha presentado casi veinte anteproyectos, de los cuales dos se convirtieron en ley de la República. Participa activamente en el pleno legislativo, interviene y hace propuestas en los debates. Lo mismo en las comisiones legislativas.
Cumple, en definitiva, con eso que soñó a los cuatro años cuando visitó por primera vez la Asamblea Legislativa. 21 años después, trabaja por lo mismo: tener oportunidades y dárselas a aquellos que, como él, no la tienen fácil. Por incapacidad física o material, repite, hoy hay miles de panameños que no tienen acceso a la educación y el desarrollo. Y, como él, todos merecen vencer las contingencias, superarlas y realizarse.
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