viernes, 10 de diciembre de 2010

Una boda sin palabras

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Por José Alberto Mojica Patiño (El Tiempo)
La unión entre una colombiana y un estadounidense sordos se convirtió en todo un acontecimiento.

Parecen los asistentes a la convención del silencio. En el lobby del Hotel Holiday Inn, en el norte de Bogotá, hormiguean ciudadanos de todo el mundo que se comunican en su lenguaje de señas.

Pero no están en ningún evento sobre discapacidad auditiva, como se podría suponer. Son 46 extranjeros que vinieron de países como Japón, Irán, Estados Unidos, Eslovaquia, España, Brasil y Chile, sólo con el fin de acompañar a un par de amigos, sordos también, en un momento crucial de sus vidas.

Conversan sobre lo entretenida que fue la rumba de la noche anterior en el famoso bar Andrés D.C.; algunos se llevan la mano a la cabeza y simulan un gesto del dolor, para expresar el 'guayabo' que los embarga.

También conversan del motivo que los llevó a atravesar el mundo para venir a Colombia: la boda de la bogotana Adriana Palacio y el estadounidense Ruarc McHugh, que se celebrará hoy, por la tarde, en una hacienda de La Calera.

La fiesta será amenizada por un grupo de tambores, para que todos puedan percibir la vibración de los sonidos; tres bailarines de salsa romperán el protocolo y les enseñarán a aflojar la cadera a los visitantes y a disparar los pasos; la novia interpretará, con señas, una de sus canciones favoritas: What a Wonderful World, de Louis Armstrong.

Los pajecitos de la ceremonia católica serán Takumi y Takashi, los dos hijos varones de sus amigos japoneses Nakajo y Takashi, de los cuales, uno es, también, sordo.

Adriana y Ruarc se conocieron en 1999, en la Universidad de Gallaudet, en Washington, la única universidad del mundo exclusiva para personas sordas.

Ella estudiaba trabajo social e inglés, y él, historia. Sin embargo, su romance nació nueve años más tarde, cuando se reencontraron en la boda de los brasileños Ana Paola Myrick y Matthew Myrick, compañeros de estudio que se casaron en Río de Janeiro.

Cuando estudiaban en la universidad, forjaron una amistad fuerte e incondicional, y prometieron acompañarse en momentos como estos.

"Nunca me había fijado en Ruarc; de hecho, los estadounidenses no me gustaban, me parecían muy engreídos", confiesa la novia, a través de su amiga Mónica Gallego, quien sirvió de intérprete para esta entrevista.

Ruarc, por su parte, no tiene ningún recato en reconocer que sólo miró con otros ojos a Adriana cuando la vio, en vestido de baño, como una aparición, en las playas cariocas de Copacabana.

Ahí empezó el romance. Pero ella tuvo que venirse para Colombia y él regresó a Estados Unidos. Meses más tarde, Adriana fue a visitarlo a Colorado; después, él vino a verla y el año pasado se reencontraron en Asia. "Nos propusimos convivir cuatro meses en países como Japón y Vietnam, donde no podríamos comunicarnos con nadie y donde viviríamos en condiciones muy difíciles. Si superábamos esa prueba, tomaríamos la decisión de casarnos", cuenta Adriana, una bella mujer de piel blanca, alta y espigada, de llamativos ojos verdes.

A comienzos de este año fijaron la fecha: 11 de diciembre de 2010. Crearon un evento en Facebook, para invitar a sus amigos de universidad y a otros sordos, a quienes hay conocido en viajes.

"Al principio, pensé que, si venían 10, me daba por bien servida.
Pero vinieron todos ellos", dice, emocionada, mientras señala a sus amigos en un bus turístico rumbo a Corferias.

Ruarc, historiador y deportista extremo de 33 años, rubio y de cuerpo atlético, quedó sordo después de una altísima fiebre que invadió su indefenso cuerpo de dos meses de nacido. El hombre lee los labios que le hablan en inglés y ya reconoce algunas palabras en español.

Sonriente, dice que esta boda va más allá de su historia de amor con Adriana y del ejemplo de superación de ambos. Tanto Adriana como Ruarc tuvieron que enfrentar un mundo en silencio que les enrostraba que eran seres diferentes. Sus padres los descubrieron sordos y mudos a eso de los tres años; ambos fueron a colegios regulares, con niños hablantes; ambos fueron víctimas de burlas y exclusión. Pero mientras más obs-táculos encontraban en el camino, más robusta se hacían su personalidad y su espíritu.

Ahora, al hablar de sus amigos, todos profesionales destacados en diferentes áreas que los acompañarán, dice: "Nos llena de ilusión que toda esta gente haya venido desde tan lejos a nuestra boda, viajando hasta 21 horas seguidas e invirtiendo tanto dinero".

"La amistad entre sordos es más solidaria y comprometida. Como sólo nos entendemos entre nosotros, los lazos de afecto y confianza son más fuertes", dice el británico Zhezad Nawab, al explicar por qué vino de Londres a la boda.

Patricia Ordóñez, colombiana radicada en Estados Unidos, cuenta que está aquí no sólo para compartir con su gran amiga Adriana.
Ella, que se destaca como diseñadora de modas en Nueva York, quiere que en su país sepan que hay colombianos como ella que han superado las barreras de la discriminación y que hoy son testimonios reales de fe en tierra ajena.

Los visitantes no son los únicos que han contribuido a que esta boda sea un cuento de hadas. Los empleados del hotel recibieron, durante tres meses, clases de lenguaje de señas para atender a los invitados. "El personal tuvo la mejor disposición de aprender", dice Andrea Beltrán, ejecutiva del Holyday Inn.

Adriana admite ser una privilegiada. "Mi familia me ha apoyado en todo y ha tenido las facilidades para darme una buena educación", reconoce. Ella estudió en un colegio regular, y aunque tenía dificultades en el aprendizaje, hizo su bachillerato, con la ayuda de una tutora y con la comprensión de sus profesores. Por esa razón, lamenta que en Colombia los sordos sólo puedan superarse si los padres tienen recursos económicos. "Muchos ni siquiera saben leer ni escribir y así no pueden comunicarse; no les dan un trabajo porque nadie los entiende y sólo unos pocos logran llegar a la universidad", opina.

Ruarc lleva tres meses en Colombia preparando la boda y dictando clases de señas a los empleados del hotel. En ese tiempo se ha enterado de la situación en la que viven los sordos de este país.

"Saber que no tienen una buena educación y que no les dan trabajo es algo muy frustrante", dice, al comentar que en su país todo está adecuado para atender a las personas que no escuchan.

Adriana y Ruarc transpiran amor. Cada uno dobla su dedo anular, gesto que significa que se aman. "Él es el agua de mis flores", dice ella. "Adriana me alegra la vida, me inspira. Nunca para de hablar ni de sonreír y eso me enamora", suelta Ruarc.

La luna de miel será en Tahití (Polinesia francesa). Luego, ella enseñará señas americanas (cada país tiene su lenguaje de señas, explica) en su universidad y él espera hacer investigaciones para el Gobierno de su país.

Hay hijos en sus planes. Adriana ha trabajado con mujeres sordas víctimas de abuso sexual y con niños sordos de Colombia, Guatemala y Suráfrica, y, en ese voluntariado, ha podido conocer el mundo de indiferencia e incomprensión en el que crecen los niños con limitación auditiva. "Este planeta ya está muy poblado y hay tantos niños sordos a los que nadie quiere, que preferimos adoptar", cuenta Adriana, quien, además, es repostera.

Tenía un negocio de postres, que funcionaba muy bien hasta que se enamoró y empezó a viajar.

El pastel para los 140 invitados lo preparó ella misma: es de chocolate y mora y en la cima dos muñequitos los representan a ella y a Ruarc, cada uno con una mochila wayú terciada.

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